Agenda aeronáutica de Córdoba
*2 de abril de 2021 - Regresa ruta Córdoba - Jujuy por Aerolíneas Argentinas.
jueves, 16 de junio de 2011
Ver los aviones en Córdoba (pero hace 40 años)
Un interesantísimo articulo escrito por Jorge Londero de LA VOZ DEL INTERIOR hace algunos días.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/magia-ir-ver-aviones
Todos estos trastornos que genera la ceniza volcánica en los vuelos me hizo recordar que, cuando éramos chicos, una de nuestras diversiones favoritas era ir a ver los aviones. Le decíamos así, en realidad, a un paseo consistente en subir a toda la familia, perro incluido, al Chevrolet 47 de mi papá y partir a ver despegues y aterrizajes.
El trayecto ya era toda una aventura, porque el aeropuerto, que por entonces no se llamaba “Internacional Ingeniero Ambrosio Taravella” sino Aeropuerto Córdoba, a secas, o Pajas Blancas, no estaba tan integrado a la ciudad. En pocas palabras, estaba en medio del campo.
Una de las grandes diferencias entre el aeropuerto viejo y el nuevo: en el de antes, los que iban a despedir a los pasajeros podían ver salir los aviones; en el de ahora no ven ni el cielo.
Además, en las inmediaciones, el alambrado no estaba pegado a la ruta, como ahora, sino que se encontraba mucho más cerca de la pista y eso dejaba un inmenso parque entre el camino a Pajas Blancas y el aeropuerto propiamente dicho, que era el lugar donde nos establecíamos, a modo de picnic, nosotros y docenas de familias más.
Como había muy pocos vuelos, separados por varias horas entre ellos, había que matar el tiempo, y lo hacíamos de todas maneras: jugábamos picaditos de fútbol, remontábamos barriletes o nos divertíamos viendo avioncitos a control remoto que llevaban muchos de los que iban allí.
Pero había que vernos; todo eso que hacíamos pasaba a un segundo plano cuando sentíamos que encendía una turbina o cuando alguien, al mejor estilo del enano de La isla de la fantasía , gritaba “¡el avión, el avión!”, cuando estaba llegando alguno. Todos corrían a pegarse al alambrado, los más chiquitos se trepaban a los hombros de sus padres y, por un momento mágico y eterno en la memoria, nadie hablaba.
En lo personal, siempre me gustaba ver más los aterrizajes que los despegues. Aunque en estos últimos me maravillaba ver cómo una cosa tan grande y pesada como un DC3 o un cuatrimotor podía volar.
Era en los aterrizajes donde mejor se podía apreciar ese majestuoso pájaro de metal posarse suave sobre la pista, en todo su esplendor.
Relaciono estos recuerdos con el problema actual de los vuelos cancelados porque, como pasa en estos momentos, había veces que no veíamos ni un solo avión en todo el día, ya sea porque habíamos llegado tarde y el único de esa jornada ya se había ido o porque se había cancelado alguno. O, simplemente, porque ese día no había vuelos y nosotros ni enterados.
Sin embargo, pese a ello, no nos importaba. “Ir a ver los aviones”, aun sin aviones, era muy divertido.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/magia-ir-ver-aviones
Todos estos trastornos que genera la ceniza volcánica en los vuelos me hizo recordar que, cuando éramos chicos, una de nuestras diversiones favoritas era ir a ver los aviones. Le decíamos así, en realidad, a un paseo consistente en subir a toda la familia, perro incluido, al Chevrolet 47 de mi papá y partir a ver despegues y aterrizajes.
El trayecto ya era toda una aventura, porque el aeropuerto, que por entonces no se llamaba “Internacional Ingeniero Ambrosio Taravella” sino Aeropuerto Córdoba, a secas, o Pajas Blancas, no estaba tan integrado a la ciudad. En pocas palabras, estaba en medio del campo.
Una de las grandes diferencias entre el aeropuerto viejo y el nuevo: en el de antes, los que iban a despedir a los pasajeros podían ver salir los aviones; en el de ahora no ven ni el cielo.
Además, en las inmediaciones, el alambrado no estaba pegado a la ruta, como ahora, sino que se encontraba mucho más cerca de la pista y eso dejaba un inmenso parque entre el camino a Pajas Blancas y el aeropuerto propiamente dicho, que era el lugar donde nos establecíamos, a modo de picnic, nosotros y docenas de familias más.
Como había muy pocos vuelos, separados por varias horas entre ellos, había que matar el tiempo, y lo hacíamos de todas maneras: jugábamos picaditos de fútbol, remontábamos barriletes o nos divertíamos viendo avioncitos a control remoto que llevaban muchos de los que iban allí.
Pero había que vernos; todo eso que hacíamos pasaba a un segundo plano cuando sentíamos que encendía una turbina o cuando alguien, al mejor estilo del enano de La isla de la fantasía , gritaba “¡el avión, el avión!”, cuando estaba llegando alguno. Todos corrían a pegarse al alambrado, los más chiquitos se trepaban a los hombros de sus padres y, por un momento mágico y eterno en la memoria, nadie hablaba.
En lo personal, siempre me gustaba ver más los aterrizajes que los despegues. Aunque en estos últimos me maravillaba ver cómo una cosa tan grande y pesada como un DC3 o un cuatrimotor podía volar.
Era en los aterrizajes donde mejor se podía apreciar ese majestuoso pájaro de metal posarse suave sobre la pista, en todo su esplendor.
Relaciono estos recuerdos con el problema actual de los vuelos cancelados porque, como pasa en estos momentos, había veces que no veíamos ni un solo avión en todo el día, ya sea porque habíamos llegado tarde y el único de esa jornada ya se había ido o porque se había cancelado alguno. O, simplemente, porque ese día no había vuelos y nosotros ni enterados.
Sin embargo, pese a ello, no nos importaba. “Ir a ver los aviones”, aun sin aviones, era muy divertido.
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